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De color ciclamen.

El techo de la habitación se me viene encima. Pequeñas manchas negras que se hacen mas grandes con cada pestañeo se me ponen delante. Yo estiro las manos pero no puedo pescarlas. Ni una sola. Un delgado hilo de luz entra por la ventana del baño, y da en la pared sobre la cómoda. A ratos mi mirada se detiene sobre las manchas negras, otros, sobre el punto blanco al final del hilo delgado de luz.

Han apaciguado mis miedos y mis necesidades por tanto tiempo, que yo mismo ya no se a lo que temo, tampoco se lo que quiero. Nada se me antoja, nada me motiva, por las mañanas es un milagro si despierto. Mamá se acerca al pie de mi cama. Me incorporo como puedo, me tomo las pastillas que me entrega con su mano derecha, una roja, una blanca, la otra azul, no, más bien, como ciclamen.
Tengo que ir a la escuela, aunque no quiero. En la universidad todos son fatuos, simples, estupidos. No hay con quien charlar. El mundo es un lugar infinito para alguien como yo. Me molestan las cosas sin bordes, sin esquinas, sin orillas, es tan feo no poder acariciar los límites. No más osadía, la rebeldía es cosa del ayer, de los buenos tiempos. Hoy ya todo da igual.
De regreso en casa no ceno. Me quedo en mi habitación hasta que es la hora de dormir. Mamá no pregunta ni molesta, me da de nuevo las pastillas y se retira. Yo hago lo que puedo por concentrarme, terminar el trabajo para la presentación de química. Antes todo era tan fácil. Ahora todo me cuesta tanto. Incluso las cosas mas básicas me agotan, me exprimen, me dejan seco.
Apago mi computadora, las luces, me cepillo los dientes. Mi ropa para mañana está lista sobre el tocador. Me asomo por la ventana. Un perro ladra.
Otra noche de manchas negras en el techo que de pequeños puntos crecen hasta estar como cerditos. El rayo delgado de luz que hoy es más blanco que otras noches. No quiero pensar en nada. No quiero ni soñar, ni dormir. No quiero defenderme, estoy tan cansado. El viento sopla sobre la cortina. Cierro los ojos y trato, de verdad que trato. Pero la voz gruesa que viene de debajo de la cama, no para de hablarme. “Ve a la cocina, coge un cuchillo”.
27 de Septiembre, 2010
Lilymeth Mena.
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Historia Psico-Lógica.

Debo de admitir que la primera vez que Joan entró a mi consultorio no me causó más que una morbosa curiosidad. Su vida estaba repleta de eventos trágicos. Maltrato. Culpabilidad. Ira. Sospechaba que el chico era a no más palabras, totalmente mórbido. Demasiado blando para enfrentarse al mundo de “aquí afuera”. Así que para su propia preservación se había construido toda esta fachada que resultaba algo repelente. Era a simple vista un chico de esos oscuros y raros. Una mezcla que mi hijo adolescente llamara mas tarde, emo-dark. Cabello a leguas mal cortado, despeinado. Perforaciones y piercings en lugares visibles y no visibles. Su ropa siempre era tan rota y parchada como él mismo. Sus mayores líos eran en lo referente a su aspecto y conducta. No era capaz de mostrar el menor respeto a las imágenes de autoridad. Había tenido episodios violentos con chicos y profesores en la escuela. En las primeras consultas su actitud era reservada, hostil, demasiado encerrado dentro de si mismo. Le obsequié entonces un cuadernillo, le expliqué lo que es la escritura libre y le pedí que la practicara. Pese a que su rostro no era nada desagradable, procuraba no mostrar ninguna emoción, no gesticulaba. Por eso me costaba tanto trabajo hacer contacto con su “Yo”. A las dos semanas me fue entregado su expediente completo. Me lo enviaba el último psicologo que lo había atendido, el mismo que pensó que era mejor que el muchacho fuera tratado por un especialista en chicos problema. O quizá, esa fue la manera más sutil que encontró para deshacerse de él.

El expediente era harto rico en detalles. Los padres de Joan eran un par de ex adictos, se casaron cuando no contaban con más de quince años, el chico nació cuando eran aun muy jóvenes como para saber lo que significaba traer una vida a este mundo. Lo que es obligar a un alma pura a degradarse lo suficiente como para decender a nuestro plano. Subrayado en rojo se leía que la madre solía llamarlo “engendro”, y que cuando estaba de mal humor, cosa que era muy frecuente, le gritaba que mejor habría sido abortarlo. Cuando cumplió ocho años, su padre le rompió una costilla, el hombre estaba mirando un partido, el niño quería preguntarle algo. De un manotazo lo tumbo en el suelo. Que puede hacer una criatura contra un hombre de noventa kilos? Joan aprendió del mal modo a ser sumiso, a obedecer cualquier capricho. Aunque eso no le aseguraba no ser golpeado.
Ahora que el muchacho tenía 17 años y era casi tan alto como el padre, el maltrato físico había menguado. Sus padres ya no pasaban de bofetones y malas palabras. Los meses pasaban y yo sentía que no lograba algún adelanto con Joan. Llegaba al consultorio y se sentaba con esa actitud de “me vale madres. El único tonto consuelo que me quedaba era que su actitud hacia mi persona era mejor que para con el anterior medico. Al menos a mi no me arrojaba cosas del escritorio, no me había atacado con su navaja de muelle, ni me había escupido en la cara, aun. Se la pasaba la hora completa ignorándome. Cada lunes debía entregarme el cuadernillo. Sobre esas hojas blancas el chico revelaba todo el odio acumulado, todo ese resentimiento. También dibujaba. Demonios, gente atacando a otra gente, cuchillos, sangre. Mucha sangre.
En la escuela tenia un pequeño grupo de chicos de la misma facha con los que salía por las tardes. Incluso tenía novia y no mostraba actitudes negativas hacia ella. Digamos que conservaba cierta integridad, sabia lo que era bueno y malo. No era un chico malvado. Era indisciplinado con déficit de atención, siempre estaba a la defensiva, era soberbio y muy rebelde. Era cuando alguien intentaba imponérsele cuando reaccionaba de forma violenta, pero no era violento solo por gusto o por querer hacer daño a los demás, era su instinto de supervivencia, eso en si, ya era algo positivo. Cuando lo notaba más tranquilo le cuestionaba sobre su cuadernillo. Recuerdo que una vez susurró “El mundo es un lugar extraño”, pero lo dijo como si yo no estuviera ahí. Cuando le pregunté sobre sus padres y lo que sentía por ellos me respondió sin mirarme. “Los odio”.
Se convirtió mi prioridad librarlo de eso que sentía, para que pudiera estar mejor consigo mismo. Al cabo de un año, digamos que ya era posible sostener una charla. Seguía sin hablarme mucho pero ya se mostraba receptivo y respondía. Decidí cambiarle la medicación. No creí necesario mantenerlo reprimido, mas bien lo quería relajado. Uno de esos días me contó sobre una beca que esperaba ansiosamente. Deseaba entrar a esa universidad y poder dejar el hogar de sus padres. Supuse que me lo contaba por que si bien no habíamos formado vínculos como para ser amigos, tampoco me detestaba como a sus médicos anteriores, no creía caerle del todo mal. Le desee sinceramente que ganara la beca. No dijo nada.
Un viernes por la noche recibí una llamada del hospital. Joan había ido a buscarme, no teníamos cita pero él insistía en verme. Se levantó en cuanto sintió que la puerta se cerraba. Sus mejillas estaban sonrosadas, no con el tono azuloso tan común en él. Sus ojos tenían un brillo muy cargado, ese tipo de luz que no puede controlarse. En sus labios había una mueca que parecía ser una sonrisa. Cuando al fin lo saludé me le quede mirando, intentaba analizar su expresión. Intentaba leerlo.
Entonces esbozó lo que seguramente era, la sonrisa más amplia a la cual se había abandonado en años. Quizá en toda su vida.
Antes que pudiéramos comenzar a charlar la enfermera entró. Me entregó un papelito en el que había escrito a mano, notablemente nerviosa. Que los padres de Joan habían muerto esa misma tarde. Con pocas palabras me había escrito que el padre alcoholizado, había estrellado el auto contra el trasero de un trailer. Cuando nos quedamos solos respiré hondamente, pensando en como debía actuar con el muchacho. No sabía a ciencia cierta que era lo que esperaba de mi. Joan me miraba fijamente, cosa extraña en él. Y esa sonrisa blanca y hermosa no se borraba de su rostro. Pensé para mis adentros que era la primera vez que lo veía tan…radiante, tan…contento?
Entonces le pregunté: -Por que sonríes, Joan? El chico se estiró, pasó los brazos sobre la cabeza para recargar la nuca en el sillón y dijo –Por que puedo.
24 Septiembre, 2010
Lilymeth Mena.
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