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El seco Lorenzo.

María tenía que recorrer a pie unas cuantas huertas antes de llegar al terreno seco donde vivía su único hijo. Lorenzo era el maestro del pueblo, uno por demás inhóspito y olvidado de dios. Allá arriba en la sierra hay pocos con la requerida vocación, que vuelvan a su tierra a ser profetas luego de haber probado las delicias de las grandes ciudades.

Lorenzo había vuelto convertido en todo un maestro normalista, listo para alfabetizar el sufrimiento de los campesinos pequeños que se escapan algunas horas de sus pesadas tareas, para aprender a leer y el difícil arte del uno, dos, tres.
Lorenzo era un buen hijo pese a su desapego. Cada cheque que recibía era enviado junto con algún alumno hambriento, a la casa materna para sustento de la anciana María. En sus tardes y días libres se dedicaba el letrado a la pequeña huerta del terreno junto a su casa, que le era prestada por el alcalde municipal en su sed de hacer a todos bien visible su gran corazón y profundo concepto de la caridad al prójimo necesitado. Algunos vecinos a diferencia del distinguido alcalde, le hacían llegar cada semana al humilde maestro, leche de vaca, tortillas echas a mano y uno que otro bípedo alado que bien sirviera de caldo o para echar un taco.
María hacía lo posible por sobreponerse a sus reumas y caminar el largo trecho a casa de su hijo una vez por mes. Lo encontraba usualmente asoleado, sin camisa, sin haber comido, y con las manos llenas de tierra negra, trabajando sobre los frutos de la pequeña huerta. Que era la única forma que encontraba de sacar sus frustraciones y gastar más energía que aquella que le exigen a la mente y al cuerpo los desgastados libros de texto.
María y Lorenzo entraban entonces a la casita para preparar algo de comer y cenar juntos. El maestro se enjuagaba pecho y cara sobre una tinaja de agua bien fría y encendía casi en el acto un cigarrillo. Una afición que lo siguió de la capital a su querida sierra. Y que él calificaba no como vicio, sino como complemento para la vida.
-Esa cosa va a terminar por matarte - le decía su madre cada vez que este terminaba un cigarro y encendía otro inmediatamente.
-No madre, te aseguro que es más probable que me muera de soledad y tristeza, a que me mate el cigarro.
De eso último el único que tenia toda la culpa era el mismo Lorenzo. Tantas hijas bonitas le habían presentado los pueblerinos que lo respetaban, como tantas había despreciado por ignorantes.
-Y no es que yo me sienta mucho - replicaba ante las insistencias de su madre por casarlo - pero es mejor solo que mal acompañado.
Aquella noche la vieja María se despedía mas tarde de lo acostumbrado, entre lavar la loza y hervir el champurrado se había entretenido de más.
-Cuídese mucho mijo y ya no fume tanto - le decía mientras plantaba un beso en la frente de su hijo y hacia la señal de la cruz.
Lorenzo ya agotado y bien comido se echaba sobre su catre a releer por enésima vez el capitulo cuarto de su libro favorito.
Y fue así que lo sorprendió el sueño, entre la pagina ciento veinticinco y el dieciseisavo cigarro del día en la mano derecha. Corrección, su cansada mano derecha.
Al día siguiente cuando el maestro no se presentaba a la escuela veinte minutos antes como de costumbre. Uno de los niños corrió hasta su casa para despertar al maestro, que quizás se había quedado dormido.
El escuincle encontró cenizas donde antes se levantaba la casita de Lorenzo, el terreno seco que la rodeaba no había permitido la propagación del fuego.
27 Marzo, 2011
Lilymeth Mena.
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Por siempre Abril.

Esa tarde lluviosa de abril tuve que volver caminando de la escuela a casa de mi abuela como todas las tardes. Aunque atravesar el parque a esas horas no hacia mas que alargarme el camino, algo me obligó a hacerlo. Un tipo de presentimiento, antojo, capricho interno. ¡Yo que se!

La mochila me golpeaba ligeramente el trasero cada que daba un paso, las manos dentro de los bolsillos de mis acabados jeans no hacían otra cosa que encogerse de frio. Con los exámenes finales la migraña y el hambre que tenía tan atrasada, encima me llovía.
Llegando a la esquina que forman la avenida grande y la calle de librerías sentí que pisaba algo mullido con el pie derecho, me devolví un paso y miré en el suelo lo que parecía ser una especie de semilla del tamaño de una nuez, algo suave y peludita.
La guardé dentro de la mano y terminé de recorrer las últimas dos cuadras con esa cosa rodando entre mis dedos.
La abuela me recibió con una toalla pequeña y me dijo que me bañara, no fuera yo a pescar un resfriado. Solo eso me faltaba.
Me preparé un sándwich para ponerme a repasar los apuntes del día. La semillita peluda sobre el escritorio me provocaba una extraña inquietud y la miraba de reojo de vez en vez.
Para la mañana salía ya corriendo por que se me había hecho un poco tarde. Subí al primer autobús que pasó aunque iba bastante lleno. Intenté surfear entre la gente para acercarme a la puerta trasera. Y ahí estabas tú, sentada casi al fondo con tus libros sobre las piernas. Me colgué del pasamanos al mismo tiempo que me diluía en tus ojos, mi mano derecha encontró la semilla dentro de mi bolsillo. No recordaba haberla metido ahí. No se decirte por que, pues jamás he sido esclavo de las explicaciones; pero impulsivamente metí aquella bola peluda a mi boca y la tragué.
Sentí entonces, puro amor.
Es justo decir que te quise desde que te vi.
A partir de ahí mi vida fue una terrible pesadilla. Me levantaba cada mañana con los minutos contados para alcanzar tu autobús, y poder verte lo que dura el trayecto de diez calles a mi escuela.
Entre el mal comer, la presión de los exámenes finales, perseguirte y un extraño mal que me aquejaba físicamente, mi cuerpo y mente estaban notoriamente disminuidos.
Por las noches una fiebre muy alta me atacaba y no había mañana que no despertara besando el excusado. De madrugada mientras intentaba dormir escuchaba el aleteo de un mosquito muy cerca de mi rostro. Inútilmente encendí la luz varias noches seguidas intentado dar con él para aplastarlo. Nunca lo vi. En cuanto ponía las sienes sobre la almohada, el aleteo y el zumbido del infeliz me sonaban fuertemente haciendo eco en mi cerebro.
Lo único que ponía un poco de freno a mi miseria, eran aquellos divinos segundos diluido en tu mirada, extraviada en el paisaje urbano tras el cristal del autobús.
Cuando perdí seis kilos la abuela me metió una purga obligada.
Ya no sabía si era deberás doloroso o simpático intentar adivinar por que eran las migrañas y el cansancio, si por que se me iba la vida en vómitos o por que el pinche insecto zumbador no me dejaba en paz. Cada noche el mismo rezumbar en mi cabeza.
Una mañana de esas en que yo ya no esperaba nada, ni arrastrarme para verte siquiera; me fui directo al excusado. Me arrodillé y me preparé para mi cascada matutina, ya sin luchar, sin poner ninguna resistencia a esto que me estaba matando.
En lugar de fluido sentí algo rasposo trepar por mi garganta. ¡Sácalo! – me dije a mi mismo intentado con la poca voluntad que me quedaba pujar un poco para sacar aquello.
Mi mano sobre la boca alcanzó a detener un bicho que todo aturdido salía de mis entrañas. Casi del tamaño de una moneda de a diez lo sostuve sobre la palma extendida. Lo miré, me miró, lo miré de nuevo, y en lugar de aniquilarlo despiadadamente por todo lo que me había provocado, lo coloqué en la cornisa de la ventana y lo vi volar hacia afuera.
Jamás en la vida volví a sentir aquel amor que me perdía.
Tampoco volví a verte.
"Para ti, que siempre estás aunque no quieras".
15 Marzo, 2011
Lilymeth Mena.
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Mamita querida.

Venia retrasado para su cita como de costumbre. Quince minutos que tendría que reponerle en la consulta siguiente sin ninguna excusa. La puerta se abrió de un de repente y dejo pasar el fresco de la llovizna y su nefasta presencia arrastrando los pies como solo él sabia hacerlo, con toda la parsimonia y pesadez del universo. Se disculpó por el retraso, su internado en la sala de urgencias del hospital vecino le concedía siempre el perdón.

Desde hacia dos meses sus quejas eran las mismas, trabajaba mas horas de las que podía soportar el cuerpo y dormía muy poco. Luego de examinar su rutina y las causas aparentes para su incomodidad nocturna; me quedó claro que su madre lo exasperaba. La mujer no hacia otra cosa que llamarle por teléfono a cada hora para saber como se encontraba.
El pobre recién graduado de la facultad de medicina era hijo único, su madre lo había criado ella sola luego de que el padre los abandonara, jamás se habían separado más de lo que se puede separar uno para acudir regularmente a clases, y gozar de alguna piadosa relación clandestina con alguna compañera de sexto semestre.
Ahora alejados el uno del otro con tierra de por medio debido al internado del futuro brillante medico, la señora se ocupaba de cuidarlo con sus llamadas de larga distancia.
Me había propuesto comunicarle de mi diagnostico unos minutos antes de terminada la sesión, para luego canalizarlo con un colega especializado en relaciones destructivas. Ya que mi especialidad son más bien los trastornos del sueño, creí oportuno indicarle que su malestar no calificaba para mi programa. Su molestia era externa y real así que debía tratarse como tal.
Antes de que tuviera tiempo de comentarle mi conclusión, su teléfono sonó y él haciéndome una indicación con el dedo índice elevado en el aire, contesto casi de inmediato sacando el celular del bolsillo delantero de su bata blanca.
-Hola, mamita querida ¿Como estas? ¿Que estas haciendo?
07 Marzo, 2011
Lilymeth Mena.
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